sábado, 21 de julio de 2018

Diez años después

Llegué a la cena un poco tarde. Se trataba de la despedida de una practicante de la empresa de la novia. La practicante era una chica francesa, creo que de 19 años, que estuvo chambeando en Lima por unos meses.

Acabada la cena, la novia, como buena jefa, dio un breve discurso. Le dijo que estaba contenta con su chamba, con su forma de integrarse y tal. Yo miraba a la novia mientras hablaba (por supuesto) pero, una vez terminado el discurso, al girar para mirar a la practicante, vi que estaba hecha un mar de lágrimas.

Y algo se movió en mi subconsciente.

Acabada la cena, la chica se despidió de los otros miembros de la empresa, y las lágrimas brotaban y brotaban. Yo no tenía mucho que ver en el tema, pero al observar la situación, empecé a recordar.

¿Cuándo fue la última vez que había tenido una despedida así de emotiva?

Supongo que dejar Valencia, en el 2010, fue cosa seria. Mi vida cambió completamente en esa ciudad, y aún recuerdo ese último mes como si hubiera sido un hecho reciente. La última noche terminamos en Radio City, y fue ahí que me despedí de todos.

Luego, el dejar Roma en el 2011, el dejar Ginebra en el 2014, fueron momentos emotivos, pero no tan fuertes. Incluso, creo que dejar Valencia en el 2010 no llegó a ser tan emotivo como lo fue dejar Cambridge, en el 2006. Para el 2010, además de los adioses dados en Cambridge, también tenía los adioses en Padova en el 2007, los de Würzburg en el 2008, y los de Ginebra en el 2010. Entonces uno como que se va acostumbrando, y resulta que cada vez duelen menos.

Valencia fue especial en el 2010 por todo lo vivido, pero la despedida que me agarró más fuerte, tal vez de forma similar a la despedida de la practicante, probablemente fue la de Cambridge. En esa época no sólo me despedía de buenos amigos como Nicole, Oliver, Bianca y Forrest, pero creo que también, sin saberlo, me despedía de quien había sido desde 1980.

Y fue con esa despedida, y con el inicio de una nueva vida, que empezó este blog. Sí, el blog oficialmente nació en el 2008, hace 10 años, pero venía de una serie de correos electrónicos masivos que empezaron junto con mi llegada a Valencia.

¿Qué era El Vacío Metaestable? Básicamente representaba un estado de la vida donde uno tiene una base, un punto de equilibrio, aparente. Una base que no es permanente, que puede cambiar eventualmente. Y esa idea representaba muy bien mi vida como doctorando, y luego como posdoc, y probablemente no esté muy lejos de mi vida actual como profesor de la PUCP.

¿Y qué onda con este blog, diez años después? Hoy en día, paso mi tiempo con alumnos, o lidiando con burocracia universitaria, o interactuando con la novia. Y el problema no es que no tenga cosas que contar (¡Hombre! ¡Si supieran!), el problema es que no las puedo contar. Por ética, y cosas por el estilo.

Lo de la novia, bueno, no lo cuento porque de hacerlo me echa de la casa, ustedes me entienden.

Entonces algo tiene que cambiar. Ya no es factible escribir un post al mes, porque la mayoría de cosas no pueden ser públicas. Y el resto de cosas, pues no son tan bacanes. Creo que me metí en las clases de fotografía, y en las de japonés, simplemente para tener cosas de qué escribir. Al final termina siendo un estrés estar llegando a fin de meses, y preocuparme porque no tengo historias. Y las que escribo, pues no me satisfacen tanto.

Así que finito. Hasta acá llegamos. No sé qué quiero decir con esto, pero lo que va a ocurrir es que ya no voy a escribir una vez al mes. Me gustaría seguir escribiendo, pero no sé si lo que quiero es simplemente disminuir la frecuencia de los posts, o escribir de otras cosas. Con el tiempo nos enteraremos.

Me parece apropiado escribir esto desde Würzburg (estoy haciendo una breve estancia acá). Llegué a esta ciudad en el 2008 solamente sabiendo decir Schnabeltier, y bueno, diez años después, supongo que la experiencia adquirida se revela en mis nuevas palabras / frases: Kugelblitz, Super Affen Titten Turbo Geil, Schickimicki Heisse Liebe, Was zum Geier meinst du?Pfannkugengesicht, y el fantástico Hähnchenbrustfiletroulade.

Anyway, más seriamente,  fue en esta ciudad donde empezó la idea de juntar los posts en un blog. Creo que es una simpática coincidencia terminar el blog en el mismo sitio.

A presto.

viernes, 29 de junio de 2018

Malabares

Y se dio lo que tenía que darse. En el primer mes, 92. En el segundo, 91. Luego, empezaron las clases, y bajé a 85. Y finalmente, en el cuarto mes, 74. Necesitando 75 para pasar.

Así que no aprobé el cuarto mes de las clases de japonés. Me quedé en el nivel I9.

Por supuesto, uno empieza a justificarse. Que no es justo que nos tomen un examen oral si es que no nos hacen practicar más de dos horas al mes. Que nos evalúan adverbios que no nos enseñan. Que la Takahashi es antipática. Pero la verdad es que la razón de mi fracaso era evidente: simplemente no me dio el tiempo de estudiar.

Y es que ando en mil. Este semestre dejé de ser profesor investigador, por razones burrocráticas de la PUCP, y ahora debo dar 10 horas de clases a la semana, en vez de tres. Pero claro, eso no significa que vaya a abandonar todos mis proyectos, así que al mismo tiempo asesoro a un estudiante de doctorado, dos de maestría y uno de pregrado, y co-asesoro a uno de maestría y dos de pregrado.

Añadan a esta mezcla hora y media de japonés diario, a las 7:00 am, y tres horas de aikido a la semana, y verán que no hay tiempo pa nada.

Así que eso, como le dije a mis compañeros de clase, si estoy haciendo malabares, teniendo en el aire al trabajo, a la novia, al japonés y al aikido, lo más importante es que ni la novia ni el trabajo se caigan al piso. Y ya pués, dejé las clases

Eso no significa que haya abandonado el japonés, por supuesto, que para eso está internet. He encontrado un curso que por $150 anuales me puede formar lo suficiente para dar el examen N4 en Diciembre, y que además incluyen dos horas de conversación via Skype. Considerando que en las clases me cobraban $100 mensuales, pues creo que es una buena opción.

La otra ventaja es que no tendré que volver a ver a la antipática de la Takahashi.


Pero el problema es el tiempo. Pa variar. Sí, que al ser un podcast puedo escucharlo en el bus, pero eso no es estudiar, y todos lo sabemos. Pero también sabemos que yo siempre que me caigo me vuelvo a levantar, y que si me puse el N4 como objetivo, va a ser difícil que lo olvide.

Y hablando de tiempo, pues hoy es feriado, y me voy a acampar por ahí. Y que la novia me entiende y me tiene mucha paciencia, mientras yo me dedico a corregir exámenes y hablar por Skype con colaboradores en vez de tener tiempo de pareja, juntos. Así que nada, voy a cerrar este post acá, y asegurarme que, en los miles de malabares que uno hace, este aspecto de mi vida no se caiga al piso no importa lo que pase.

¡Nos vemos el próximo mes!

domingo, 27 de mayo de 2018

Critters

Pasa el tiempo, y uno empieza a preguntarse sobre el futuro como adulto - adulto. O sea, como el adulto de los estereotipos, ese que tiene familia, y pensión, y una hipoteca, y otras cosas horribles.

El primer miedo en ese aspecto es el de los hijos. ¿Ganaré lo suficiente para criar un hijo? ¿Tomaré las decisiones correctas en su crianza? Y lo más importante... ¿los aguantaré?


Cuando regresé a Lima, luego de unos meses en la casa de mis padres, me mudé a un depa compartido. Estuvo bien el tema, mientras duró. Pero uno de los problemas que tuve era que, al haber firmado yo el contrato, tenía que encargarme de muchas cosas. Entre ellas, el cuidado de dos plantas.

Poco tiempo después de empezar el alquiler, una planta se enfermó. Le salieron bichos, y era evidente que no sobreviviría mucho tiempo. Poco tiempo después, empezaron a salirle los mismos bichos a la planta de al lado. Problema serio, ¡yo podría ser el siguiente! Así que hice mi búsqueda en internet, saqué un diagnóstico, fui a un vivero, compré insecticida apropiado, y me preparé para lo inevitable: iba a curar a esas dos plantas.

Las aislé, cubrí el piso con papel periódico, y las limpié. Hoja por hoja. Las rocié de insecticida, y pasé un trapo por cada una de las hojas. Fue una tarea titánica (o sea, duró toda la mañana). El fin de semana siguiente, repetí el procedimiento. Y las plantas sobrevivieron.

Esa vez, al ver a las plantas bien, pensé que habían indicios de que yo podría ser un buen padre. Porque vamos, mientras pasaba el trapo por cada hoja, surgió un sentimiento particular, una especie de cariño a este ser que dependía de mi esfuerzo. Y supuse que ser padre tendría algo de eso.

Mas tarde vino el gato. Otro ser que dependía de mi. Otro ser que generaba este mismo tipo de cariño. Un ser al que le tenía que tener paciencia, que me despertaba a las 4:00 am, que rompía todos mis vasos, pero a quien uno entendía. Porque con un gato no se negocia, e imaginé que con un bebé tampoco.

Y bueno, más o menos había funcionado. Así que eso de ser padre, pues vamos, podría ser. No sólo eso, sino que teniendo las clases de japonés, que me obligan a dormir sólo 5 horas diarias, me sentía listo para el desafío de pasar noches en vela.

Así que, luego de pasar del reino vegetal al reino animal, imaginé que pasar a formas de vida más complejas sería simplemente una extrapolación de lo ya vivido.

Y hoy todo se fue al demonio. Resulta que no es bueno extrapolar. Les explico.

En el último mes y medio he tenido uno de esos periodos en los que el trabajo se pone duro. De llegar a la oficina a las 09:00, salir a las 19:00, y aún tener mil cosas por hacer. Este fin de semana era medio crítico: si lograba preparar suficientes clases, generar datos para un paper, enviar otro paper a una revista, corregir las evaluaciones de un curso, y leerme una tesis, lograría estabilizarme un poco. Vamos, suficiente como para poder hacer mi tarea de japonés.

(Claramente no lo logré, me rendí, y decidí escribir este post)

Hoy en la mañana, mientras avanzaba con esto, llegó el hermano de la novia, con su familia. Yo los saludé, pero me excusé, ya que quería avanzar. Mientras trabajaba, escuché a la novia sugerirles que se dieran una vuelta por el parque con el hijo mayor, y que ella se podía quedar cuidando a Z, la bebé de cuatro meses.

Pues bien, tres minutos luego de que ellos salieran, algo pasó. Repentinamente, Z empezó a llorar. Como si alguien la estuviera despellejando, oye. Horrible. Y no había nada que hacer. No tenía hambre, estaba limpia, no tenía gases... simplemente lloraba.


Y lloraba.

Y lloraba.

Y yo tenía que trabajar.

Y ella seguía llorando.

Y yo tenía que preparar la clase donde mostraba la cuantización del operador momento angular.

Pero seguía llorando.

Y gritando.

Y la novia me pedía ayuda.

Y luego mi tesista de maestría me mandaba un mensaje, diciéndome que las cosas ya no funcionaban, una semana antes de su tesis.

Y yo miraba los autovectores de momento angular.

Y escuchaba gritos.

Y la novia subía a Z al segundo piso, donde yo estaba trabajando, a ver si la asistía con la bebé.

Y yo recordaba que tenía 30 minutos nomás, que tenía que salir a la casa de mis padres para el almuerzo dominical de siempre.

Pero Z lloraba y lloraba.

Y yo tenía que responderle al alumno.

Pero Z seguía llorando.

Y colapsé. Y me di cuenta de que no. Que eso de la planta y el gato no servía de nada. Que perder la paciencia luego de 10 minutos de gritos y escándalo no era un buen indicador sobre mis aptitudes como padre.

Vamos, los gatos no gritan realmente, y si no les prestas atención como que no pasa nada. Y esto es menos grave aún con las plantes.

Nada, nada. Los padres son héroes. Y ya está.

Habrá que adoptar a un gato, supongo.